sábado, 28 de agosto de 2010

Amantes a la antigua (O de la antigüedad)

Siempre me han llamado la atención los tiempos pasados, soy romántica irredenta: desfallezco ante un ramo de flores o una cajita de chocolates en forma de corazón. Pero todo tiene un límite. Haciendo un recuento de experiencias en las que he estado inmersa en un “bucle en el tiempo” no puedo evitar esbozar una sonrisa cargada de sarcasmo. Me explico. Resulta que la prima de la hermana de una amiga decidió casarse. Para evitarse complicaciones y reuniones pomadosas, los novios optaron por ir al registro civil acompañados de amigos y testigos del hecho. Se les hizo entrar al recinto seguidos de un hombrecillo como de 1.50 mt de estatura, rechoncho, morenito y vestido con un traje de color indefinido. Con mirada circunspecta, preguntó a los novios que si iban por libre voluntad. Contestaron que sí. Acto seguido y después de la lectura del acta de rigor, el hombre decidió recitar, sí, recitar la famosa “Epístola de Melchor Ocampo” muy socorrida en el siglo XIX pero que para efectos prácticos dista mucho de ser la mejor lectura en una boda. No puedo dejar de mencionar que el hombre agarró un tonito en la recitación que primero tomó desprevenidos a los asistentes y ya repuestos de la sorpresa, causó conmoción y una risa loca entre ellos: Se arrancó el Licenciado: -“La mujerrrrr… la mujer, cuyas principales dotes son la abnegación, la belleza, la compasión, la perspicacia y la ternura debe dar y dará al marido obediencia, agrado, asistencia, consuelo y consejo, tratándolo siempre con la veneración que se debe a la persona que nos apoya y defiende, y con la delicadeza de quien no quiere exasperar la parte brusca, irritable y dura de sí mismo propia de su carácter…”- Todo con voz gangosa y nasal y haciendo énfasis en las “rrrr”. La novia se concentró en una cacarañada que tenía el escritorio, mientras trataba de reprimir la carcajada perdiendo todo atisbo de compasión, abnegación, ternura y belleza. A la mamá de la novia por poco y se le revientan las venas de los cachetes y fue orillada a hiperventilar. En otra ocasión asistí a una conferencia. Mientras esperábamos a que diera inicio, entra un hombre alto y fornido, impecablemente vestido con un traje verde bandera y corbata a juego y se dirige a nosotros: -“Estimado público presente, caballeros y damitas que nos hacen el inmerecido honor de asistir a este humilde recinto, paraninfo de sabiduría y conocimiento, sean todos bienvenidos”-. Y acto seguido, sin darnos tiempo a pestañear, el bardo decimonónico se arrancó a recitar una poesía cuyo tema no sé describir porque en su haber había palabras como “plenilunio”, “larario” y “golas cándidas”, así que casi no le entendí. Estos hombres y mujeres sacados del túnel del tiempo siempre me han llamado la atención. Si de plano no se sienten a gusto con la modernidad habían de vestirse de “época” para poder identificarlos y no andar pasando penas y sinsabores tratando de contener la risa, que dicen que es muy sana, pero que en cantidades tales nos puede provocar un síncope.

domingo, 22 de agosto de 2010

Dulce venganza

Ya he platicado con anterioridad los enredos y desatinos que hace una madre cuando tiene en sus brazos a una pobre primogénita. Éstos abarcan una colorida gama de ocurrencias que van desde ensartar un seguro en la panza de la pequeña sufriente por no saber colocar un pañal como se debe; disfrazar a la pequeña como personaje de Hanna Barbera; obligar al risueño bebé a llorar dándole un dulce para después quitárselo y otras igual de horribles y tortuosos.

Hace algunos lustros, las tiendas por departamentos organizaban concursos que incentivaban a las madres a lucir a sus pequeños demonios, ofreciendo además premios bastante apetecibles: dotación completa de alimento para bebé, pañalera con todo incluido, una andadera y cosas por el estilo. La temática era siempre la exaltación del más… el bebé más bonito, el más gracioso o risueño, y el más gateador. Como en las dos primeras categorías las tenía medio perdidas, mi madre optó por la última opción ya que siempre, con el espíritu crítico que la caracteriza, estaba consciente de que en las otras dos tenía pocas posibilidades. Aclaro que yo era una gateadora consumada. Nomás me ponían en el suelo y ¡¡¡zuuum!!! Salía disparada con rumbo desconocido. Tuvo mi madre la feliz ocurrencia de inscribirme en el mencionado concurso con la certeza absoluta de que iba a ganar. Hasta eso, muy considerada, me compró unas rodilleras. Llegado el gran día, llegamos a la tienda para medir a nuestros contendientes. Los participantes nos removíamos inquietos en los brazos maternos, listos para iniciar la esperada gesta. Como concurso de sapos brincadores, nos colocaron en la línea de salida, algunos se adelantaban, otros chillaron al desconocer el lugar. Ese día, le di a mi madre la alegría más grande que un bebé le puede dar su amorosa madre: caminé.

jueves, 12 de agosto de 2010

La sobremesa

Cuando alguien me invita a comer o viceversa, el momento más esperado por su servidora es la sobremesa. Todo un ritual, para el cual se requiere de tiempo: todo el tiempo del mundo. A mí el hábito me lo inculcaron en mi casa. No hay cosa más sabrosa que después del borullo de hacer la comida, ir por las tortillas o el pan, hacer el agua de limón, menearle a la sopa de fideos y verificar que el mole esté en su punto, burbujeante en su cazuela de barro, se dé la sobremesa. Ésta consiste en quedarse sentado ante la mesa, rodeados los comensales de platos sucios (la “vuelta al ruedo” con un pedacito de pan que se utiliza para limpiar del plato el último vestigio de mole es una costumbre, que si bien no entra en el “Manual de Carreño” si hace las delicias de cualquier comensal) y un buen café acompañando el postre. No se permite recoger la mesa, mucho menos pasar un trapo para limpiarla; la sobremesa exige tiradero, servilletas sucias, moronas de pan, bolitas de migajón, vasos medios vacíos y ningún tipo de recogimiento por parte de la anfitriona, porque entonces corremos el riesgo de borrar la posibilidad de la sobremesa. Si alguien dice: "vamos a tomar el café y el postre a la terraza", ya valió. Es ahí donde se compone al mundo, se opina de todo y de nada, se suscitan conversaciones íntimas, se abren las puertas de los afectos, se desfasen entuertos y se organiza la vida. ¿Cuánto puede durar una sobremesa? Eso es algo que definen los que participan en ella. Puede durar una hora o siete, incluso se pega con la merienda o la cena. En la sobremesa hay fenómenos recurrentes: cuentos picantes y amarillos, comentarios sobre la dieta que no se guardó, monólogos de política: el cafecito, el coñaquito y el cigarrito son obligados. O por lo menos un licor de guayaba, digo yo. De las sobremesas memorables se destacan las utilizadas para dar buenas noticias, que es de pésimo gusto que los comensales en plena digestión reciban malas nuevas, aunque yo las usaba para darles a firmar las calificaciones a mis papás, porque ya estaba medio dormidos o se iban pitando al trabajo. No hay nada más sabroso que dar consejos durante la sobremesa, sobre todo respecto al amor. ¡Ah cómo nos encanta andar aconsejando a la hermana sobre el nuevo chico que la invita a salir! Que si hazle de este modo, o de este otro. En la sobremesa la madre le dice a la hija: “Mijita, nomás fíjate con quien andas, no la vayas a regar”. Mi favorito era: “date a deseo que olerás a poleo”, consejo por demás inútil, porque en cosas del corazón ya se sabe que “está una tan hecha al mal, que el bien causa enfado”…. o aburrimiento. Considero que la conversación es un arte así que acabo esta nota con un texto que le robé a un amigo de su feis: “[…]¿Qué distancia debe servirnos de patrón para dar un veredicto estético sobre una persona?: la distancia de la conversación": Julio Ramón Ribeyro, ‘Prosas apátridas’”. Y las sobremesas son ideales para eso...

miércoles, 4 de agosto de 2010

Un punto para María, un punto para José

Hace ya algunos ayeres me dio por la bordada. Lo aprendí muy bien en mis clases de costura del colegio de monjas. El hilo por supuesto, era muy bien distribuido por mi maestra de sexto de primaria que tenía la bonita costumbre de sacar de la madeja una medida del ancho de su escritorio. Procedía a cortarlo con sus tijeritas y acto seguido, deshebraba en tres partes el hilo, previo recorrido de éste por su boca, para que no se le enredara. Siempre nos entregaba la porción húmeda de babas, la inocente.

Bueno, pues hete aquí, que se me quedó la costumbre de hacer costuritas: yo no sé en cuántos metros de tela dejé bordados mis ojos, pero hice cojines, chalecos, vestidos y cuanta superficie fuera factible de ser primorosamente decorada por mis creativos diseños. Aclaro que también tejía pero como no tenía paciencia para hacer suéteres de por lo menos 70 cm de largo, siempre tejía cuadrados, y de plano lo dejé cuando le hice un suéter estilo danés a un novio que tenía, sin tomar en cuenta el conjuro de “Novio tejido, novio perdido”, el cuál se rompía si entre la urdimbre tejida una intercalaba un cabello. El novio se fue muy contento con su suéter yo me quedé destrozada por los dos grados de hipermetropía adquiridos en esa faena.

Volviendo a los bordados y después de un tiempo, decidí volver a las andadas. “Voy a hacer un cojín para mi casa” –me dije- “Necesito terapia ocupacional” –me insistí-. Así que presurosa fui a una tienda donde venden unos primores para elaborarlos en punto de cruz. La señora, muy amable, me dio todos los pormenores del caso: que si la malla era de la más alta calidad, que si los estambres eran de lana pura, de esa que no pica… Escogí el diseño menos barroco posible y la mujer procedió a hacerme un patrón de cómo bordar el punto de cruz, al cual confieso, no soy muy afecta. Me dio un color de lana, casi del mismo tono de la malla, por lo que comencé a dudar de seguir. El problema fue cuando me presentó con las damas ahí reunidas: todas provectas señoras que se pasaban tips sobre cómo bordar de un modo o de otro. Me saludaron como si hubiera ingresado a un grupo de Al-Anon diciendo a coro: “¡Hola Rimaaaa! ¡Bienvenida!” Me acordé de mi clase de lectura y de las Parcas, ya saben, esas señoras que le tienen medida la vida a una: una sacaba el hilo, otra devanaba la bolita que me iba a llevar y una tercera ya estaba lista con las tijeritas para cortar donde le dijeran… Ahí fue dónde de plano me rajé… no vaya siendo que cuando acabe el cojín… me dé por comenzar a bordar una escena de "La Bella y la Bestia".