sábado, 28 de noviembre de 2009

Bloopers de la vida o de cómo vivir sin sentir que estás en una película de Harold Lloyd

Para los amables lectores que no sepan quién fue Harold Lloyd, les ilustro: actor estadounidense que en la década de los veinte que junto con Chaplin y Buster Keaton fueron los cómicos más representativos del cine mudo, claro, sin olvidar al “Gordo y el Flaco”. Hecha la ilustración, procedo a explicar este largo y angustioso título.

¿Alguna vez has sentido que durante el día nada sale bien? ¿Que caminas dando traspiés? ¿Que el pelo no se te acomoda como tú quieres? ¿Que no encuentras nada que ponerte? La vida, está llena de bloopers –yo los traduciría como recordatorios de nuestra frágil humanidad- que bien se pueden considerar dignos de aparecer en cualquier película cómica.
Mencionaré algunos de los más comunes:
1. Cualquier caída en variadas modalidades: resbalón, por las escaleras, perder el equilibrio, que un perro te tumbe;
2. Una muy fea: cuando estamos hablando muy mal de alguien –no finjan que yo los he visto- y el susodicho está atrás de nosotros;
3. Cuando de pequeños nos hicimos pipí recitando la poesía de “Porqué me quité del vicio”;
4. Que el hombre –o mujer- de nuestros sueños aparezca en nuestra casa a las 9 am para invitarnos a desayunar y salgamos con la lagaña atorada, oliendo a borra de colchón y con los “patitos” marcados en la mejilla;
5. Pegarse en un poste, ventana o pared por ir bobeando en la calle;
6. Pisar caca de perro, aunque dicen que esto es de buena suerte;
7. Perder el paso en el bailable del colegio;
8. No saber qué decir frente a un público de 350 personas;
9. Rotura de pantalón, ida de media nylon;
10. Que cuando sales de nadar –con tu pose más sexy, claro- una ola te arranque el bañador.


Como estas, miles. Miedo total al ridículo. Perder piso. ¿Qué hacer para salir airoso de tales situaciones? Reír mucho y de nosotros, o llorar, que pa’l caso, es lo mismo. Una amiga mía me decía que cuando uno supera la vergonzosa situación de despachar una flatulencia frente a la persona amada, todo lo demás es coser y cantar. Y creo que tiene razón. El miedo al ridículo nos paraliza, muchas veces no nos deja movernos, pero podemos reflexionar sobre este hecho, preguntarnos qué es lo peor que nos puede pasar si hacemos o dejamos de hacer algo. Y siempre se puede superar; siempre los que nos rodean nos perdonan, se ríen de nosotros o con nosotros pero no más. Cuando tengamos un día digno de película cómica, reír y pensar en nuestra frágil humanidad, que como dijo el poeta: “somos polvo de estrellas”.

sábado, 14 de noviembre de 2009

La Tensora

Ustedes dirán ¿Qué es eso de la tensora? ¿Acaso será una llave de lucha libre? ¿Una señora en estado de alto estrés? Me explico.
Ya he platicado en entregas pasadas lo que las mujeres somos capaces de hacer por conservar la belleza y las carnes en su sitio. Pues hace poco y en aras de seguir en la línea juvenil, tuve una experiencia que yo calificaría de espeluznante si no hubiera sido por los resultados obtenidos. Mi amiga M, una de las principales fuentes de inspiración para mí, ahora se dedica a la cosmetología de tercer nivel. Llegué a su casa y me dijo: “Ven, que te dejo de veinte años. Te voy a aplicar la tensora”. Yo dije: “¡Ahora sí, ya me cargó el chamuco! ¿Qué será eso? Me recosté en blanco diván y ella comenzó a aplicarme con un pincelito en forma de abanico una mezcla con cierto olor a cacahuate. Se siente rico, un masajito en la cara siempre es relajante. Me dijo: “Te tienes que quedar así 20 minutos, no frunzas el ceño, ni te rías –empresa harto difícil para mí-, ni hagas las muecas que sueles”. Ok –dije yo- creo que lo puedo hacer.

Al principio, todo marchó bien, hasta que la mascarilla comenzó a secarse. Sentí un leve estiramiento que pronto se convirtió en un verdadero jaloneo facial. La megambrea esa comenzó a petrificarse y yo nomás pujaba, haciendo señas a mi amiga, quien brincaba de un lado a otro contestando el teléfono con una mano y mandando correos electrónicos con la otra.

Me dije: “Ya sé por qué huele a cacahuate, seguro con esta pasta hacen los garapiñados”. La máscara comenzó a aferrarse a mis cachetes y yo sentía que me empezaba a fruncir todita. Una garra monstruosa se aferraba a mi cara mientras pensaba que esa sensación sólo la podía sentir alguien que ha sido embalsamado en vida.

Después de los veinte minutos más largos de mi vida, me levanté para avisarle a mi amiga mediante los consabidos pujidos que estaba lista para ver resultados. Ella, encantadora como siempre, me indicó que me fuera a lavar al baño. Cuando prendí la luz y me vi, gemí aterrorizada. Lo que el espejo del botiquín me devolvió fue la verdadera imagen de mi lado oscuro: no tenía cejas, los parpados se había plegado sobre sí mismos y un ojo me quedó cerrado, mientras que el otro permanecía abierto y lloroso por la falta de parpadeo. Los pómulos, que siempre han permanecido ocultos entre mis dos sonrosadas mejillas, se exaltaron de tal manera que formaron dos montañas garapiñadas y puntiagudas, mientras que mi labio superior apuntaba al este y el inferior al norte formando un rictus digno de personaje de película de miedo. Comencé a lavarle desesperada por desaparecer semejante máscara. Después de cuatro litros de agua caliente, por fin cayó toda la plasta, dejando ver mi rostro original, que en definitiva sufrió un cambio notable. El cutis, suavecito, las arrugas de la frente, lisitas, lisitas. El ceño ya no estaba dividido por los dos surcos, producto de fruncirlo durante décadas. Valió la pena el sacrificio. Si están dispuestas a sentir lo que una fruta cristalizada sufre, recomiendo ampliamente a la “Tensora”. Nomás me dicen y las pongo en contacto con M.

Nota: esta inserción no fue pagada por mi amiga, es cortesía de la casa.