
Cuando iba a casa de mi abuelita, una de las salidas obligadas después de recibir el anhelado “domingo” –un peso de plata, grandote y brillante- era ir a “La Lluvia de Oro”, prestigioso y añoso comercio ubicado cual debe, en una esquina de la calle. “¡Vamos a la tiendita de la esquina!” era el grito cuando mi abuela nos daba el consabido peso. Esas tienditas no podían estar ubicadas en otro lugar que no fuera la esquina, si estaban en medio de la cuadra, fracaso seguro. Normalmente, eran atendidas por dos viejitas que tenían un hermano flojo el cual se la pasaba horas mosqueándose afuera de la tienda, sentado en una piedra filosofal ubicada a la entrada del comercio, tomándose un “Pep”, fumando “Faros” y pensando en la inmortalidad del cangrejo. Las dos viejitas llamábanse Cuquita y Amalita, así, en diminutivo porque ya eran viejitas, aunque yo tengo la teoría de que así nacieron, viejitas.
¿Qué podíamos encontrar en esas tienditas? Vitroleros con todos los dulces imaginables, mis favoritos eran los “Barrilitos” de Constanzo. “Me da diez centavos de Barrilitos”. Cuquita desprendía de un gancho un pedazo de papel de estraza con el que elaboraba un “cucurucho” para despachar a la escuincla que veía con ojos golosos como los dulces eran trasladados al rústico empaque. Otros contenían una mezcla opaca y blancuzca consistente en cueritos en vinagre, chiles jalapeños y zanahorias que eran usados para la deliciosa torta estilo “albañil”. Los mostradores eran pintados de color verde pistacho, producto del patrocinio del refresco de cola. Había banquitos de madera con patas torcidas de alambrón que servían para que los clientes se tomaran un respiro mientras los despachaban. Lo mismo vendían zacate para bañarse que cartuchos para el calentador –aserrín y petróleo empacados en bolsa de papel-; escobas de popotillo y tierra para las macetas o lavar los trastes; frascos llenos de microbolsitas de shampoo marca “Vanarth” con clara de huevo o hierbas del campo; cold cream “Tres Caritas” o pomada de “La Campana”; pan dulce puesto en una charola de “La rubia que todos quieren” cubierto con un plástico polvoso que dejaba mucho qué desear respecto a la higiene. Y claro, no podía faltar la imagen de San Martín Caballero como protección para el negocio. Pinole suelto, huevo y frijol “Flor de Mayo” nuevo. Como casi nadie tenía teléfono, algunas hasta caseta de madera y una banquita
Y ni hablar de los nombres: “El Tepeyac”; “El Cubilete”; “El Águila de Oro”; “El Porvenir”; “Fe en Dios”; “La Esperanza”; “Las Quince Letras”; “Don Darío”; “La Guadalupana”; “La Provinciana”... Tal parece que aludiendo a nombres religiosos aseguraban el éxito comercial. Todo mundo conocía a los dueños, y los clientes se estaban horas platicando cuando pardeaba la tarde. Por eso, cuando sea viejita, quiero tener una tiendita de estas, llena de cositas para vender pero sobre todo, como pretexto para platicar con los vecinos, los niños me llamen “Doña Rimita” y piensen que nací así, viejita.