martes, 30 de abril de 2013
Ni hablar… traes puñal. Segunda parte
Continúo con la candente crónica que me ocupa. Una vez que superé la náusea, el vómito, el estrabismo y el retortijón, pasé a la inseguridad de mi cuarto en donde se desplegó un ejercito de enfermeras las cuales, puedo afirmar sin temor a equivocarme, ahora son entrenadas por alguna empresa de esas de coaching o de perdida por los chavos del Starbucks. Me explico. Llega la primera enfermera y escucho a la lejanía entre los vapores y nebulosas de la anestesia: –“Buenas tardes, mi nombre es Edelmira y estaré a sus ordenes para lo que se le ofrezca. En esta ocasión pondré en su suero un cocktail de analgésico y antiácido para que se sienta mejor. Tomaré una muestra de sangre y en un momento más mi compañera le tomará la orden para un electrocardiograma. ¿Está cómoda? ¿Necesita algo?”– No tuve más remedio que pedir un capuchino Venti. A los diez minutos llega otra señorita con un aparatito indescriptible que constaba de una tripa y una bolita –maldita bolita– y que sirve para hacer ejercicios de pulmón. Una vez hube dejado el pulmón embarrado en la tripa esa, una enfermera me preguntó: –“¿Cómo se siente? ¿Está cómoda?–”. –“Pues siento náusea señorita”–. –“Ah, muy bien. ¿Alguna otra cosa que se le ofrezca?”. En fin, unas joyas todas ellas. Llegó otra, que era como la jefa de jefas y me informó sobre la correcta manera de lavarme las manos con el gel antibacterial, estoy segura que fue aeromoza en otra vida: –“Toma el gel y frota fuertemente las manos. (Todo esto explicado de bulto) Forma un puño y frota el centro de la palma para que las uñas sean desinfectadas, gira la muñeca repetidas veces sobre su eje y posterior a esto procede a…” Me perdí en “toma el gel”. Luego nos informó que todo lo que había en la habitación era de nosotros excepto la cama, el aire acondicionado y la televisión. Me emocioné terriblemente e inmediatamente grité a voz en cuello: “¡Tráiganme el cómodo!” Quería saber qué se siente, pues. Mi madre saca un frasco lleno de un líquido sanguinoso y lleno de piedras. Todo esto es lo que traías adentro, me dice. Inmediatamente y como buena diseñadora pensé cómo darle buen uso a ese material. Se me ocurrieron varias ideas: un jardín Zen con su rastrillito y palita; un arenero para tortugas; un rosario para mis frecuentes momentos piadosos o ya en el colmo de la creatividad, las puedo pintar de colores y hacer un paisaje marino para el baño. He aquí la crónica de una operación, me despido porque ahora tengo que ir a cumplir con la manda que prometió mi madre si todo salía bien.
lunes, 29 de abril de 2013
Ni hablar… traes puñal.
Pues resulta que me puse mala de la panza y miren que la tengo de alambique como vulgarmente se dice. Y pues ante tal panorama me vi obligada a ir al doctor que se dedica a ver tan bajos y escatológicos menesteres y pues me dijo que del cuchillo no me salvaba. Ni hablar, bajé la cabeza y asentí resignada. Como yo nunca había pasado por semejante experiencia, todo era novedad, no se me quita el espíritu investigativo y etnográfico de la vida, así que me propuse observarlo todo desde mi lecho de agonía. Hete aquí la reseña de tan sangrienta hazaña:
Para comenzar diré que en un hospital lo hacen ser enfermo a la fuerza: yo llegué rete campante a emergencias y después de tomarme mis datos fiscales, legales y morales el primer paso para ser declarado enfermo es colocarle a uno la pulserita de identificación. Te toman la presión y sigue un interrogatorio que haría las delicias de la Gestapo. Cuando dije que fumaba, se detuvo el tiempo, los galenos se vieron a los ojos preocupados: durante toda mi estancia en el nosocomio, este fue comentario de pasillo, chisme de enfermeras y escándalo para propios y extraños. Todavía trabajo el sentimiento de culpa. Me enchufaron una aguja con suero para aliviar los retortijones y luego vino lo peor: la batita infamante. Describo este vergonzante ropaje que pudiera ser catalogado como el Sambenito de nuestros tiempos: de un blanco percudido, los estampados en ellos son variables. Te piden que te quites TODA LA ROPA y que te pongas el dichoso baticón a manera de babero. En la parte posterior tiene unas tiritas de tela que se supone sirvan para detener la batita, pero que sirven para evidenciar de manera más efectiva el trasero del portador. He de aclarar que mis referentes históricos de hospitales solo se encuentran en las novelas de televisa, por lo que yo me imaginaba que iba a estar perfectamente maquillada, enjoyada y con peinado a la última, la sábana muy restiradita y yo esperando a que llegaran todos mis galanes pasados y presentes a rendirme pleitesía o pedirme perdón, según fuera el caso, mientras yo, magnánima y tosiendo ligeramente de vez en cuando, los perdonaba y les reiteraba las seguridades de mi distinguida consideración. Lamento informarles que nada más alejado de la realidad. A la batita vergonzante se le sumaron unas medias de mediana compresión para la flebitis y un chongo desgreñado que completó el cuadro. Esta es la verdadera prueba de fuego para el amor, no la otra. Después de marcarme la panza con un plumón de gel, fui llevada a la sala de radiología para los estudios pertinentes. Salieron las piedras de la vesícula, pero el radiólogo me informó que mi páncreas es hermoso y que nunca había visto riñones tan lindos como los míos. No pude evitar ruborizarme ya que es la primera vez que me chulean las entrañas.
Capítulo aparte merece el guapísimo doctor que me tocó en suerte, lástima que comenzamos mal la relación hablando de obras y evacuaciones, tema nada romántico para cuando una desea quedar bien. Total que me metieron cuchillo, ni cuenta de di y cuando acordé estaba en la sala de recuperación en compañía de otros tres que habían pasado por las armas como yo. Me despertó el clásico sonido de la máquina que indica los signos vitales, esa que en las novelas hace pip, pip, pip de manera uniforme cuando todo marcha bien. El problema fue que comencé a escuchar una secuencia de pips por demás inquietante: pip, pip, pip…..pipipipipipipipipipipipipi…. piiiiiiiiiiiii (silencio) y luego nuevamente pip, pip, pip. Yo boqueaba y casi me da estrabismo tratando de ver si la maquinita estaba conectada a la que esto escribe, pero no, malvadamente, respiré tranquila, era de la señora de la cama de enfrente. Una enfermera pasó y distraídamente le dio un golpe fuerte y seguro al artefacto que volvió a su estado original: pip, pip, pip… (Esta historia continuará)
Suscribirse a:
Entradas (Atom)