Me confieso flor de asfalto, rata de ciudad. Ya en entregas pasadas les he platicado sobre los avatares sufridos en días de campo, campamentos y comidas de corte bucólico. Nunca he entendido a las personas que, viviendo en la ciudad con las comodidades que esto conlleva dicen: “¡Ah, el campo! ¡Cómo me gusta respirar aire fresco; escuchar el rumor del viento entre las hojas de los árboles! No me identifico para nada con los poemas de Othón y no entiendo las odas y madrigales a los árboles... mucho menos me gusta la pintura paisajista; prefiero mil veces el asfalto, el concreto caliente y el ruido de los autos transitando bajo mi ventana. Algunos, al leer estas líneas se preguntarán si me caí de chiquita, pero –como dice mi madre “todo tiene su porque y su por donde”-. A continuación relato una de tantas experiencias que me ha obligado, con conocimiento de causa, a caer en el horrible vicio del ruido y el smog:
Boda de rancho: siempre tenemos una amiga (o) o conocido que tiene su ombligo enterrado en risueño pueblecillo perteneciente a alguna remota cabecera municipal. Te invita a la boda de su hermana: te preparas mentalmente para el traslado, llevando, por supuesto, la maleta llena de cosas inútiles como maquillaje, secadora y zapatillas de 20 cm de alto. Llegas al albergue asignado por la amable amiga –que normalmente es el único hotel del pueblo y que tiene el sugerente y rimbombante nombre de “Irigoyen Inn” o cualquier nombre de santo- y te dan unas llaves colgadas de un llavero con un alacrán encapsulado que incluye la leyenda: “Visite Tampico”. Pasas al cuarto asignado, el cual está amueblado con una cama con cabecera de madera laqueada en café y visos dorados, una silla tubular y una especie de buró-tocador-mesa que no sirve para ninguna de las tres cosas. Hacen 50° a la sombra, pero no hay de qué preocuparse: la estancia cuenta con abanico de dos velocidades, una de las cuales no funciona. Si se les olvida la chancla de hule para bañarse en una ducha con aplanado de cemento color verde pistache, recomiendo cubrirse los pies con bolsas de plástico. El “closet” es un tubo de aluminio, no hay ganchos y por supuesto, todo esto tapado con una cortina pringosa con estampados de Winnie Poo. El espejo muestra, con un poco de imaginación, la división geográfica del continente africano. Finalmente, sales a la calle con lo poco que pudiste hacer por ti en esas condiciones: te das cuenta que todas las calles son de terracería y acaba de llover. Lloras por tus zapatos. Lloras por ti. Maldices a tu amiga. Y ya no narro lo que pasa con el maquillaje y el peinado alto porque es demasiado fuerte.
Algunas recomendaciones al calce:
1. Lleven dentro de una bolsa, chancla cómoda con aplicaciones de lentejuela, una nunca sabe los caminos por los que hemos de transitar;
2. Si son de pelo grifo y chino no tienten a la suerte: un poco de gel y secado al viento, no queda de otra;
3. Ir con actitud ante lo impredecible: pueden encontrar un alacrán en su bolso, climas extremos y que sólo haya de beber cerveza y cocas al tiempo;
4. Llevar SIEMPRE un rollo de papel de baño. No les contaré cuántas veces clamé al cielo por él;
5. Si no queda remedio, ofrecer todos estos sacrificios al niñito Jesús, quien quite y sacan un ánima del purgatorio.
Esta nota se la dedico a todas mis amigas de la Huasteca, que de muy buena fe me invitaron durante un buen tiempo a quince años, presentaciones al templo, coronaciones de reinas del club de Leones, tardeadas y bodas. Como dice mi hermana: si no hay helipuerto y un Hilton en Tamasopo, yo no voy.