Uno de mis más preciados recuerdos infantiles entrados a la adolescencia es la llegada de la revista “Selecciones”. Muchas personas que conozco la alucinan por sus relatos lacrimosos y sensibleros, pero lo cierto es que todo mundo la ha leído alguna vez. Además, es una lectura para el baño fabulosa: breve, concisa y precisa. Pero lo que más me gustaba de esta revista era su publicidad por correo, toda una aventura. Llegaba en un sobre con porte pagado y bien rellenito de ilusiones. No sé cuántos papeles contenía, pero era divertidísimo juntarnos en familia y comenzar el largo proceso de cumplir con todas las indicaciones precisas para ganarse un auto. Primero te decían que de entre los 6 millones de suscriptores TU HABÍAS SIDO SELECCIONADO POR UNA COMPUTADORA –lo cual sonaba de lo más sofisticado-PARA PARTICIPAR EN EL MAGNO SORTEO DE 25 AUTOS ÚLTIMO MODELO. Eso, por supuesto, ya te hacía sentir orgulloso. Ahora pienso que la dichosa computadora que nos seleccionaba era la de Blas Pascal, porque después me enteré que a todo mundo le mandaban lo mismo. Posterior a esto, tenías que despegar una llave de metal, que era la llave del auto de tus sueños. Con esa llave te ibas al segundo papel en donde venían una serie de 8 recuadros platinados que debías rascar para saber si te salía tres veces la palabra “ganador”. Siempre salía, así que podías continuar con el mercado de sueños. Pasada la primera prueba “crispa nervios”, debías buscar una plantilla de cuadritos de colores con líneas desprendibles que mostraba la disponibilidad de colores del coche en cuestión: vino, plata, rojo, verde… escogías el tuyo y lo pegabas en otra plantilla, llenabas un formato con tus generales y metías todo en un sobre –incluidas tus esperanzas de ganar- también con porte pagado. Y córrele al super “El Águila” para mandarlo cuanto antes. Me acuerdo que también mandaban plantillas con todos los libros que podías comprar o con las colecciones de discos disponibles: “28 joyas musicales”, “Lo mejor de Ray Conniff” o “Serenatas con rondalla”. Nunca nos ganamos nada, pero esos momentos alrededor de la mesa armando el numerito, fueron de lo más divertidos. Y como quiera, eso se agradece.
domingo, 26 de septiembre de 2010
domingo, 12 de septiembre de 2010
En la cama de Hidalgo
Ahora que se acerca el Bicentenario de la Independencia no puedo evitar platicar esta anécdota que pertenece a mi hermana. Resulta que las vacaciones familiares siempre se redujeron a un perímetro no mayor a un estado de la república. Sea porque a mi padre no le gusta viajar o por falta de presupuesto, siempre acabábamos en Taboada o en alguna zona aledaña. En esa ocasión el Valiant rojo de mi padre nos llevó a Dolores Hidalgo, cuna de la Independencia. Las vacaciones consistían en hacer un recorrido por cuanta tienda de cerámica y talavera encontrábamos, haciendo las delicias de mi madre y el aburrimiento de los hijos y, por supuesto, recorrido obligado por la casa museo de nuestro padre de la patria, el cura Hidalgo. No sé cuántos años tendríamos pero creo que yo nueve y mi hermana, siete a lo mucho. El caso es que entramos a la añeja casa y comenzamos a recorrerla observando detenidamente, y cuando digo “detenidamente” es literal. Veíamos cada documento histórico escrito en delicada caligrafía, juegos de escritorio, casullas para oficiar misa primorosamente bordadas en oro y filigranas por alguna beata devota del lugar; el jarro donde el cura depositaba el agua, la cazuela donde le cocinaban el mole; la miniatura pintada a mano; los libros añejos y deshojados por el tiempo; el amplio patio donde el cura debió pasar sus tardes leyendo libros subversivos que desencadenaron en lo que ya sabemos. El caso es que cuarto tras cuarto, peinábamos todas las vitrinas siempre acompañados de la docta voz de mi madre, quién nos explicaba qué era esto o aquello. Mi hermana, no es precisamente una amante de este tipo de recorridos. Al llegar a la recámara en donde el cura descansaba el cuerpo, el cielo se le abrió. ¡Una cama! ¡Por fin algo sensato! Y ni tarda ni perezosa, o más bien, bastante perezosa, se lanzó en un clavado hacia el ansiado reposo. El brinco provocó un salto en el aire -tal era la fuerza del clavado- mismo que mi madre aprovechó para cacharla en el aire. Creo que esto provocó en mi hermana un trauma infantil que en la actualidad no le permite recorrer museo alguno, pero sí cambiar de colchón cada año.