Ya he platicado con anterioridad los enredos y desatinos que hace una madre cuando tiene en sus brazos a una pobre primogénita. Éstos abarcan una colorida gama de ocurrencias que van desde ensartar un seguro en la panza de la pequeña sufriente por no saber colocar un pañal como se debe; disfrazar a la pequeña como personaje de Hanna Barbera; obligar al risueño bebé a llorar dándole un dulce para después quitárselo y otras igual de horribles y tortuosos.
Hace algunos lustros, las tiendas por departamentos organizaban concursos que incentivaban a las madres a lucir a sus pequeños demonios, ofreciendo además premios bastante apetecibles: dotación completa de alimento para bebé, pañalera con todo incluido, una andadera y cosas por el estilo. La temática era siempre la exaltación del más… el bebé más bonito, el más gracioso o risueño, y el más gateador. Como en las dos primeras categorías las tenía medio perdidas, mi madre optó por la última opción ya que siempre, con el espíritu crítico que la caracteriza, estaba consciente de que en las otras dos tenía pocas posibilidades. Aclaro que yo era una gateadora consumada. Nomás me ponían en el suelo y ¡¡¡zuuum!!! Salía disparada con rumbo desconocido. Tuvo mi madre la feliz ocurrencia de inscribirme en el mencionado concurso con la certeza absoluta de que iba a ganar. Hasta eso, muy considerada, me compró unas rodilleras. Llegado el gran día, llegamos a la tienda para medir a nuestros contendientes. Los participantes nos removíamos inquietos en los brazos maternos, listos para iniciar la esperada gesta. Como concurso de sapos brincadores, nos colocaron en la línea de salida, algunos se adelantaban, otros chillaron al desconocer el lugar. Ese día, le di a mi madre la alegría más grande que un bebé le puede dar su amorosa madre: caminé.
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