sábado, 21 de marzo de 2009

Baúl de sueños y evocaciones

Este nombrecito no es de mi inspiración, confieso que lo robé de una exposición en la que estuve alguna vez, pero queda como anillo al dedo para lo que a continuación platico. Hace ya varios lustros, cuando comencé a salir con muchachos, recuerdo una ocasión en que uno de tantos, me traía arrastrando en el pavimento. Pues hete aquí que fuimos a unos quince años con unos amigos en donde se encontraba “ÉL”. Muy apuesto, con su traje de tres piezas absolutamente ochentero, mirada profunda, ojos de miel. Nos sentamos –nos sentaron mis amigas, diría yo- juntos y comenzamos a platicar. Yo, arrobada, ni pelaba lo que decía nomás por estarle contemplado sus ojitos de aguamiel en penca... y que se pone a dibujar en un papelillo que sacó de la cajetilla de cigarros: que si cuando fue al campamento –dibujaba mapa de ubicación del lugar-, que si tenía el proyecto de arreglar no sé qué parte de su casa –mapa de distribución de cómo estaba el palacio de mi príncipe-, en fin, que para todo gastó servilletas y papelillos mil. Yo, discretamente tomaba el croquis en cuestión y subrepticiamente, cual ladrona de sueños, lo guardaba en mi bolsita de mano. Al llegar a casa, traía yo en mi bolso un archivo, que ni el general de la nación. Pues bien, toda la semana me la pasé contemplando los papelillos diciendo para mis adentros: “¡Ay! Qué linda letra tiene”, “Ja ja ja, qué simpático y qué interesante su plática” y cosas por el estilo. Inmediatamente, me entró la necesidad urgente de inaugurar un lugar secreto en dónde colocar mis “tesoros” (como si fueran los mapas que me llevarían a su corazón). Encontré una caja decorada y comencé a guardar cuanta tontería se imaginen en él. A continuación enumero –no necesariamente en orden cronológico, claro- todo lo que tenía en ese baulillo de cartón:

Un chicle masticado –Motita, porque era rosa-.
El pañuelo de tela manchado con loción
Un pañuelo desechable, con quién sabe qué sustancias vitrificadas
Los mapas arriba mencionados
Una cajetilla de cigarros convertido en auto fórmula 1
Como doscientas flores secas –No es por presumir, pero...
Un escudo de conocido colegio de varones
Un anillo con la estrella de David grabada
Una foto de un bebé que después no sabía ni quién era
Un palito de paleta de hielo marcado con una fecha incierta
Servilletas con frases, planos e indicaciones
La bachicha de un cigarro (sabe de quién sería)
Una cinta de tenis Converse, rota
Un llavero con un alacrán encapsulado (¡¡¡!!!)
Dos esferitas navideñas
Como doscientas tarjetas cumpleañeras (eso si se siente rete bonito)
Un paliacate medio nejo

Bueno, pues el fin de todas estas fruslerías tan útiles al alma afligida y tan inútiles de guardar vieron el fin de sus días uno de tantos, en que fui a un retiro espiritual (sí, lo confieso, yo iba a retiros espirituales). En ese lugar nos pidieron que lleváramos cosas que tuvieran un gran significado para nosotros y ahí voy, cargando mi baúl de sueños y evocaciones, de lo más ingenua. Al pasar la tarde, el padrecito nos dice: “Bueno niñas, ahora vamos a hacer un ejercicio de desprendimiento de las cosas materiales. Haremos una fogata y quemaremos todo en ella”. Nos miramos las unas a las otras: unas abrazaron la almohadita que las acompaño desde bebés; otras corrieron con el mono de peluche a la esquina del patio y se engarruñaron; hubo gritos y lamentos y tremendos lagrimones. Se armó la pira inquisitorial y estoicamente fuimos pasando de una en una para hacer el famoso “ejercicio”. De a tiro sentí que mi parte judía salía flote... ¡Qué cosa! Nomás veía como se arriscaba el alacrán, y volaban las flores convertidas en cenizas... Para lo único que sirvió el ejercicio de desapego fue para agarrarle chinguiña al padrecito y alejarme de la santa madre iglesia de volada. Lo bueno fue que no tardé en recuperar lo perdido, ya saben cómo se las gastan las medusas...

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