jueves, 16 de abril de 2009

Antes muerta que sencilla: los salones de belleza

Toda belleza exige sacrificio. Recuerdo una vez que fui a un risueño pueblecillo de vacaciones con una amiga. Andábamos bobeando en el mercadillo del lugar y por supuesto que yo salí absolutamente fashion a dar la vuelta. Me topé con un hombre que comenzó a inquirirnos que por qué haciendo dios cosas tan hermosas, nos empeñábamos en maquillar “la obra del señor”. Ese hombre dantesco no me conoció a los doce años, con los dientes de fuera y el pelo al más puro estilo mafaldesco. Comencé a pensar en ayudarle al “señor” cumplidos los catorce años. Me hice de un kit que consistía en tenazas eléctricas para el pelo de tres diámetros diferentes, secadora para el pelo marca “Vidal Sasoon”, shampoo patrocinado por Farrah –tenía un olor tan penetrante que ni siquiera necesitaba mi perfume “Charlie”-; tubos eléctricos y por supuesto, la asesoría incondicional de una prima que a la fecha sale a comprar el super arrastrando la boa. Ella me proveyó de toda la parafernalia necesaria para maquillar mi núbil rostro, aunque he de decir, que en esa época, se usaba el maquillaje sobrecargado: sombras azul plumbago combinadas con magenta, colorete en línea ascendente para “enfatizar los pómulos”, boca rojo pasión y finalmente, un toque de brillo labial con sabor a cereza –sabía a demonios, yo creo que por eso no me besaron hasta que cumplí los veintidós-. La mascarilla para las pestañas, merecía un ritual aparte: enchinamiento con cuchara o enchinador de metal; cinco capas de rimmel intercalando entre cada una, capa de talco o polvo para el rostro. Luego, con un alfiler, separar la torta que se apelmazaba en las pestañas. ¿El resultado? Patas de araña pegadas al rostro, bueno, ni siquiera se podía coquetear con ellas. Y así nos atrevíamos a salir a la calle. Los salones de belleza en realidad son cámaras de tortura. Ni en el “Museo de los Suplicios” se describe de manera tan gráfica lo que ocurre tras sus puertas. Si te pones mechas, es decolorarte el pelo, ponerte el tinte, empapelar con alumnio la cabeza, exponerte al calor como cuarenta y cinco minutos, lavar el pelo, cortarlo y secarlo porque se usa lacio. Para que luego no nos guste el tono y mucho menos nos parezcamos a la modelo güerita de donde sacamos la grandiosa idea. Las uñas, otro escabroso tema. No nos crecen, se nos escaman cual pastel mil hojas, quebradizas... para eso se inventaron las “uñas de escultura”, las cuales consisten en pegarte una uña artificial con capas y capas de un líquido quemante para después decóralas hasta con las perlas de la virgen y meter las manos a una luz ultravioleta que a la larga, seguro provoca cáncer. Ya no menciono los procesos de “peeling” y “lifting”; el horrible proceso de depilación con láser o cremas apestosas; el bronceado permanente de duración dudosa; las operaciones de nalgas, senos, abdomen y chaparreras –conozco a varias que quedaron en la mesa o “menores de privilegio”, pero eso sí, bien voluptuosas-. Se preguntarán: ¿envidia, coraje o qué? Tal vez todo junto, pero yo soy de la opinión de que hay que envejecer con dignidad, eso sí, de vez en cuando una ayudadita no cae mal. Los caminos del “salón” son insondables... algunos verdaderamente tortuosos.

1 comentario:

Arturo Haro dijo...

jajajajaja, definitivamente agradezco a la vida haber nacido varón. La neta son muchas las ventajas. Las ennumeraría pero precisamente ahorita es que tengo una cita, para ponerme "hilos rusos"... luego le seguimos.