jueves, 5 de febrero de 2009

Incursiones en el gremio del morral

Siempre fui muy inquietita para mis amistades. Después de que me volví atea en el SC, me dio por juntarme con puro jipiteco de morral y huarachudo... Estudiar DG en esa época era signo de engancharse con las bellas artes, el cine de muestra y los talleres de literatura, cosas que no he dejado de disfrutar, por supuesto. Lo primero que hice fue cambiar la decoración de mi cuarto: colcha comprada en “La Pancha”, artesanías mil colgadas del techo al suelo, carteles de todos colores con imágenes de Frida Kahlo –que en ese tiempo todavía no estaba tan choteadita, la pobre- muebles rústicos, muñecas de trapo y cartón, instrumentos musicales de carrizo, morrales bordados, blusa de manta y falda al tobillo del mismo material... Mi hermano llevaba a sus amigos a mi cuarto y les decía que mi habitáculo era una especie de extensión del conocido restaurant “El México de Frida”. Yo, me moría de risa ante tal comentario, porque los amigos de mi hermano son todos de un fresa sublime... Los lugares que la que esto escribe y frecuentaba en ese tiempo, eran cafetines en el centro que empezaban a aparecer y que imitaban las conocidas “Peñas” del DF. Me hice de dos que tres amigos medio poetas –o al menos ellos así lo pensaban- y otros tantos pintores. Nos juntábamos en un café por Bellas Artes a perder el tiempo, ver libros de arte y componer el mundo. Pero luego, me dio por llevarlos a mi casa. He de aclara que mis padres son muy tradicionales, nunca imaginaron que yo iba a llegarles con un galán de morral bordado. Primero les llevé a un amigo que usaba un sombrero de ala caída, de color indefinido con pluma de gallo en un costado. Mi papá inmediatamente lo bautizó como “Mercedes Sosa” por su cuerpecillo de bolita y su aspecto de poeta del boom latinoamericano. Esa relación no prosperó para alivio de mis padres y el mío propio, porque el cuate ni sabía escribir, nomás se hacía el interesante y se rodeaba de un halo de languidez propio de los poetas parisinos. Poco tiempo después, comencé a salir con un pintor: a mí se me hacía lo máximo ir a su estudio y ver cómo creaba de la nada –al menos eso decía él-, pues en mi fuero interno siempre quise ser pintora; ese cuate tenía un aire a lo Van Gogh y se comportaba como tal: neurótico, arrebatado y de ánimo melancólico; yo que soy una castañuela, pues de plano me rajé, porque eso de andarle componiendo la vida al otro y sacándolo de sus depres no dejaba nada bueno... Me di cuenta de algo muy importante, que sucede con las personas que son sensibles al arte y que lo crean: se necesita disciplina para hacer todo, y estos cuates vivían al día, se les hacía que era todo taaaan romántico. Mi madre suspiraba por los rincones maldiciendo al cielo por tener una hija tan rarita y de gustos dificilitos, mi padre permanecía callado, porque se me hace que él hubiera querido andar conmigo en esos rollos y mis hermanos me ocultaban avergonzados de sus amistades, como si fuera el monstruillo de la familia... Pero hete aquí que al final, la educación basada en valores trascendentales la hacen a una reflexionar y me di cuenta muy a tiempo de que, si no quería vivir en una buhardilla el resto de mis días, tenía que poner mis ojos en otros lares. Nada más alejado de la realidad, ahora vivo en una quasi buhardilla en el centro, me siguen gustando los jipitecos y sigo tirando para los eventos culturales... No cabe duda que la que nace pa’ maceta no sale del corredor. Nada más que ahora, le disimulo más.

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