sábado, 13 de diciembre de 2008

En lo alto de la abrupta serranía…

Pues a mi madre siempre le gustó el baile. Es rumbera de corazón, pero nunca se le hizo, porque se casó. Pero hete aquí que tuvo dos hijitas, y cuando se pudieron sostener en sus extremidades inferiores, ni tarda ni perezosa las metió a estudiar danza. Íbamos a una academia particular que estaba en la calle de Anáhuac, la de la maestra LA, una señoritinga muy restirada y morena, que traía en la mano una especie de cayado, el cual golpeaba en el suelo de duela, para que uno le agarrara el ritmo a la pieza en turno. Aprendí a bailar redova norteña, ballet, sones yucatecos, jarabe tapatío, y el “Rascapetate”. Durante un año nos preparábamos para el festival de gala que se hacía en el teatro de la P. Debo aclarar que yo tenía siete años, así que como siempre, hacían conmigo lo que querían… Pues llegó el ansiado día de la premier y todas las mamás van con sus princesas al dichoso festival. Primer acto: salgo con mis compañeras bailando un fragmento de “El Lago de los Cisnes” con un tutú color pistache y una flor de plástico en el pelo; segundo acto: córrele a cambiarte, hacerte trenzas en el pelo con moñotes colorados del tamaño de un metrobus y salimos al escenario en donde le damos duro a la duela del escenario con los taconcitos rojos de baile al ritmo del conocido corrido “La Adelita”; Tercer acto: me niego a salir. No hubo poder humano que me obligara a salir con el atuendo del pecaminoso, arrabalero y sucio Can Can. Yo todavía tenía ripio de candor a esa edad. ¿La razón? Se me veían los calzones. Y ya se sabe que a esa edad, que se te vieran los calzones era una afrenta mayúscula con pocas posibilidades de recuperar la dignidad. Me disfrazaron de francesita mala pécora con pluma de avestruz y toda la cosa, y yo, negada. Ya lo había ensayado, mi mamá invirtió en mi varios miles de pesos –de los viejos- en mi vestuario y yo, agarrada de la tramoya sin querer salir… me mantuve firme, no hubo mácula alguna en mi honra y nadie me puede recriminar por esto. Excepto mi mamá, que al cabo del tiempo se vengó metiéndose ella a bailar y yo a pasar penas mientras la veía ensayar el mambo “Norma la de Guadalajara”, o peor aún “Caballo Negro” con el caraefoca. Su venganza no terminó ahí: durante mucho tiempo tuve que chutarme sus festivales, vestida ella de mambolera de los 40’s y moviéndose a ritmos sicalípticos y provocadores… lo cual ¡Me encanta!
Esta nota se la dedico a mi mamá, que ahora ya no puede bailar como antes, pero que me enseñó que el baile es la mejor terapia para el alma, y más divertida y barata que ir con un psiquiatra.

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