miércoles, 3 de diciembre de 2008

Mi primera comunión

Ya he platicado de por qué me volví atea. El día que escribí ese texto, olvidé mencionar un factor de suma importancia en mi formación cristiana: la preparación de mi Primera Comunión. Cuando tenía la cándida edad de 8 añitos, las monjas decidieron que era hora de recibir el cuerpo de Cristo en mi corazón, concepto que a la fecha no entiendo, como otros tantos misterios de la religión que jamás me han sido develados y que a estas alturas, tampoco pienso investigar. Pues dentro de los ejercicios de formación, las santas madres decidieron que era de suma importancia sensibilizar a toda la bola de "moritos" proyectándonos con toda buena intención, películas de las llamadas "piadosas". En el salón de actos del colegio, instalaban el proyector de 8mm y nos soplabamos películas de la talla de "Marcelino Pan y Vino" -en la versión española con Pablito Calvo- y una en especial que merece mención aparte llamada "Primera Comunión", estelarizada por Juliancito Bravo, ídolo de todas las niñas de mi edad. La historia narra las peripecias de un niño sumamente pobre que quiere hacer su primera comunión vestido con albo traje. Salía con el simpático chiquillo una niña de cejas pobladas y trenza gruesa, rica por supuesto porque era rubia platino y vestía trajecito blanco de encaje. Esta historia, además de lacrimógena a rabiar nos concientizaba espléndidamente sobre las ventajas de tener papás que se preocupaban porque nosotros tuvieramos con gran facilidad un traje de primera comunión. Tuve que aprender oraciones como el "Señor mío, Jesucristo", cuya primera frase decía muy fuerte y posteriormente comenzaba a bisbear porque de plano nunca la pude retener en mi infantil memoria. El día de mi primera confesión me preguntaba qué pecados podía tener una niña de 8 años, como no fuera matar a mi hermanito en años pasados, o arrebatarle el lonche a alguna compañerita díscola. Seguro ese día dije puras mentiras, pero mi lógica infantil me dijo que todas ellas me fueron perdonadas. Así de fácil, pecaba, me confesaba y listo, el alma sanforizada para comenzar el cíclo. Confieso que ningún sacramento tomado por mí hasta ahora se puede calificar como "el día más feliz de mi vida". A mí la oblea se me pegaba en el paladar y me quedaba con ganas de darle un buen trago al vinillo de consagrar, que sabía muy bueno. De los regalos ni hablar, creo que el mejor fue "Florecillas de San Francisco". Y me chocan las películas de Juliancito Bravo.

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