sábado, 22 de noviembre de 2008

Dos novios para dos hermanas

Como ya me dijeron que quieren que entre en materia, les comenzaré a platicar de los galanes que han pasado por mi corta, pero no por ello, menos intensa vida. Dos amigos conocieron a las dos hermanas C. y empezaron a salir con ellas. El que me tocó en suerte –para mi mala idem- tenía un aire a lo Juan Gabriel. Yo creo que por eso me gustó, porque ya se sabe lo que piensa una mujer cuando conoce a un hombre de ademanes finos: - “yo le quito la maña”. Bueno, pues comenzamos a salir, y una cosa llevó a la otra. Antes se usaba que a la semana de novios se daba un regalo que iba desde algún monillo ñoño de peluche, caramelos o cualquier otra babosada. Eso sí, todo acompañado de rigurosa carta de amor llena de letreritos cursis hechos con plumones de colores. Pues este susodicho, tenía una madre que hacía monos de peluche, así que el hombre tenía de dónde escoger con el pero de que el modelo siempre era el mismo: carita de plástico que era una fusión entre niño y perro –comprada en el Dragón de Oro- y peluche largo en colores vibrante: azul turquesa, amarillo o verde limón. Yo recibía aquél presente con toda la paciencia de que podía hacer acopio y al entrar a casa, lo depositaba inmediatamente en el cuarto de las injurias –léase trebejos-. Un aciago día, el santo varón tuvo a bien, cuando ya habíamos intimado lo suficiente –digamos tres meses- llevarme de regalo, el regalo perfecto para que yo lo mandara con dos yemas a confeccionar monos de peluche con su sacrosanta madre. Nada más y nada menos que una fotografía en blanco y negro tamaño poster de él cuando cumplió un añito de vida. Las manecitas embarradas de pastel, mientras que la mamá lo detenía por atrás. Zapatito de bota blanco y pañal escurrido. Atrás de semejante imagen, una dedicatoria que no quiero recordar. Desconozco los resortes que se dispararon en su cabeza para darme tan horrendo presente, ahora pienso que me estaba insinuando eso de “un niñito de carne mitad tú, mitad yo”. A mí se me congeló la sonrisa, se me revolvió el estómago y sacando todas mis dotes histriónicas, agradecí con lágrimas en los ojos el presente. Le dije que me había conmovido tanto que lo mejor sería que me dejara en mi casa. Entré con aquella cosa y lo primero que hice fue enseñárselo a mi mamá. No dijimos nada, sólo nos comenzó a dar un ataque de risa loca. No le volví a abrir la puerta al hombre, ni siquiera cuando quiso regalarme un disco con el último éxito de Juan Gabriel. Y de aquel poster sólo quedó el recuerdo, porque en cuanto pude, lo reciclé para poner otra cosa encima del bastidor. De verdad que el ego de un varón es infinito.

No hay comentarios: